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sábado, 3 de diciembre de 2011

Sobre los tatuajes

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Fernando, Laura y Julia, tres jóvenes amigos, exponen sus puntos de vista sobre los tatuajes, narrados en primera persona por Laura:


Mi amiga Julia lleva algunos tatuajes diseminados por su piel, raramente expuestos a la vista y de gran significado para ella: en la parte baja de la cadera derecha, un querubín, a imagen de los de las pinturas religiosas renacentistas o barrocas, le recuerda al ángel que le acompañaba en sus sueños de niña y que, según ella, le protegía de todo mal; en el hombro, al lado del brazo, se reproduce un camafeo victoriano de oro y nácar con un busto femenino, la joya favorita de su abuela materna, ya fallecida, a la que Julia adoraba y quería rendir homenaje; en la parte alta de la espalda, una ninfa de la primavera, con un estilo similar a las de Alphonse Mucha, viene a representar su fecha de nacimiento, coincidente con el de la estación y su amor por la naturaleza. Se acompaña en la parte baja por un retrato en blanco y negro de su gata Isis, su animal totémico más que su mascota, como yo le digo. En el tobillo, una libélula azul simboliza para ella el misterio y la necesidad de apreciar la libertad; por último, en la cadera izquierda, cerca de la ingle, una cruz templaria dentro de un corazón es la muestra de su fe y de sus profundos sentimientos religiosos.

Fernando y yo, remisos a los tatuajes, discutimos con Julia sobre el tema, después de que ésta se hiciera el primero. Fernando los definió como productos de una patología, en los casos extremos que ocupan todo el cuerpo o, en casos más normales, como estúpidos agarraderos emocionales para personas inseguras y depresivas, en plena crisis vital o de identidad, que encuentran en ellos un modo de canalizar su angustia a través del dolor causado por la aguja, así como un objeto al que mirar, que representa para ellas, dado que la imagen es el fetiche en esta sociedad superficial del culto a la apariencia, una meta, un deseo o algo tranquilizador y que les proporciona seguridad y permanencia, cuando no se convierte en un amuleto investido de mágica omnipotencia capaz de conjurar los poderes contra los que se enfrentan. Dejó claro que Julia no estaba en ninguno de esos casos y no los necesitaba.

Luego defendió que, por esa misma razón, era una práctica más propia de adolescentes que de la edad adulta, estado que ya habíamos alcanzado los tres, ya con más de 20 años de edad todos, por lo cual habíamos superado la etapa en la que se necesita reafirmar la imagen y la personalidad propias y reapropiárselas, “sobre todo – añadió - porque el tatuaje funciona en la adolescencia fundamentalmente como insignia de pertenencia a un grupo y nosotros nunca hemos sido gregarios. El valor del tatuaje en un grupo, además, queda reducido a su realidad más necia, puramente mimética, que produce una saturación de la misma imagen, repetida en todos los miembros que lo forman, donde ejerce un poder hipnótico sobre ellos como masa. De hecho, la mayoría se arrepiente de sus tatuajes cuando madura”. Fernando acabó su exposición describiendo sus efectos perniciosos para la salud de la piel, como foco de infecciones y otros males.

Yo, por mi parte, los consideré como un peaje caro y excesivo, por su marca indeleble, difícil y cara de borrar, hacia la cursilería y/o la vulgaridad de un arte de ínfima categoría, en general, aunque reconocí la calidad y el valor expresivo, crítico y provocador de las obras de algunos artistas de body art, con o sin tatuajes, sobre todo de los sesenta, como Dennis Oppenheim que hacía algunas performances con su familia donde, por ejemplo, pintaba en la espalda de su hijo, mientras el niño intentaba realizar el mismo dibujo en la espalda de su padre, en un ejercicio de comunicación sensorial; la impresionante Gina Pane que se hería en público utilizando su sangre como material artístico con la pretensión de sacudir las conciencias aburguesadas, o miembros del Accionismo vienés como Herman Nitsch, que aún realiza espectaculares rituales de celebración de la vida en el tiempo de recogida de la cosecha que incluye descuartizamiento de animales, con una mezcla de belleza y actos repulsivos.

Añadí que también sabía que, años atrás, los tatuajes habían sido una forma marginal de transgredir las reglas comunes o una expresión de gremio, como el de los marinos, pero afirmé que, en la actualidad, se habían convertido en un medio de consumo masas con casi nulo valor expresivo, con raras excepciones. Era una moda, como la de los piercings, una imagen más en un mundo donde se prima la imagen, carente de significado en relación con el arte y también como modo de rebeldía social. Ridiculicé un poco con gestos la situación en la que nos encontrábamos, haciendo parodia de una chica conocida nuestra que se había tatuado un flash, o plantilla de catálogo, de hada bastante pésimo por imitación de un ídolo mediático y de un compañero de facultad de Fernando que lleva en el antebrazo un símbolo de la cultura japonesa porque le gustan el anime y el manga, pero sin tener realmente vinculación con aquélla, ni conocer casi nada de ella, así como tampoco la trascendencia del significado de lo que se había marcado.

Manifesté, por otro lado, que si se trataba de pintar la piel de forma estética, para mí la gracia estribaba, en el caso del soporte biológico a diferencia de otros materiales (papel, lienzo, etc.), en su presencia fugaz y transitoria, como la de la propia belleza corporal y la de la propia vida; es decir cuando la pintura (la henna, por ejemplo) se deshace pasado un corto tiempo o directamente con el chorro caliente y quizá prosaico de una buena ducha. Aproveché el motivo de la fugacidad para argumentar con la precariedad de nuestros ideales, emociones, anhelos y gustos. Partí de la premisa de que las personas estamos constituidas por muchos “yoes”, que sentimos una muy variada gama de emociones, que oscilan continuamente, y que cambiamos bastante en muchos aspectos a lo largo de la vida, de tal modo que lo que amamos en un momento determinado, puede repugnarnos en otro. Entonces – pregunté- por qué imprimirnos en la piel de forma imperecedera algo que podría muy bien producirnos rechazo más adelante, sobre todo teniendo los humanos, además, escasa capacidad para predecir lo que se sentirá de un día para otro, incluso ante el mismo estímulo. Y volví a preguntar si, debido a eso, no era mejor limitarse a sentir las cosas interiormente sin marcarlas a fuego en el cuerpo, en un acto de exhibición por lo demás algo obsceno.

Julia nos había escuchado atentamente, No mostraba enfado, aunque hubiera sido lo esperable, ya que Fernando y yo habíamos tratado el asunto del tatuaje con muy poca delicadeza y tacto. Ella venía ilusionada a enseñarnos el dibujo de su piel y nosotros le correspondíamos con un jarro de agua fría. Cualquier otra persona quizá nos hubiera mandado a pastar, como poco. Pero ella ya se esperaba nuestra reacción y sabía que diríamos lo que pensábamos, porque los tres solemos ser bastante sinceros entre nosotros, a veces de forma bastante implacable. Aparte, además, nos gusta dialogar e intercambiar puntos de vista sobre cualquier tema, para lo cual aprovechamos todas las oportunidades que se nos presentan, actitud que ha provisto a nuestras relaciones de una gran confianza, acabando por conocernos muy bien y por apreciarnos profundamente. Aún así, Julia se sentía algo molesta en el fondo y se dispuso a contraatacar. 

Empezó diciendo que hay tantos motivos para tatuarse el cuerpo como personas tatuadas: conmemorativos, recordatorios, religiosos, lúdicos, simbólicos, estéticos, artísticos o, simplemente, efectos de un impulso, por lo cual no podemos limitarlos, como hace Fernando, a la “anormalidad” o a los problemas psicológicos. En relación a la primera, Julia no necesariamente la consideró patológica sino, posiblemente, una muestra de ignorancia o incomprensión por parte de los que se sienten del lado de la “normalidad”. Si se trata de lo segundo, ella dijo que no despreciaba ningún medio de alivio o curación tachándolo de estúpido. Defendió el derecho de las personas a utilizar todos los mecanismos a nuestra disposición, convencionales o no, para superar cualquier bache emocional o situación vital difícil o angustiosa, y no estableció ninguna jerarquía de valor entre ellos, priorizando, como quizá pretendía Fernando, los racionales o los normativos-conductuales por encima de otros posibles. Manifestó que, incluso, es mejor un tatuaje que atiborrarse de pastillas prescritas por un psiquiatra, si el primero era capaz de animar a alguien a realizar un proyecto de vida o a alcanzar un objetivo, incluido el de llenar su cuerpo de tatuajes, si eso representaba un motivo de contento para la persona.

Luego Julia hizo una breve referencia a la historia del tatuaje, recordándonos que era una práctica muy extendida en las civilizaciones antiguas, en las que tomaba significados muy diversos. Formaba parte de ritos de iniciación de la pubertad a la edad adulta, al contrario de lo que Fernando había dicho tachándola de signo de inmadurez. También se utilizaba en ceremonias de índoles mágica, esotérica, erótica, de fertilidad, religiosa o sagrada, etc. En otro sentido, era un modo de mostrar valor entre los soldados o de amedrentar al enemigo, o un medio de castigo, como en “La letra escarlata”. Igualmente podía tener un valor ornamental y otros muchos. Julia afirmó que si todo esto se acabó fue porque los cristianos, sobre todo Constantino que dictó un Decreto al respecto, se tomaron muy en serio una frase del Levítico que prohibe los tatuajes porque, según el pasaje, Dios los condena, como si en El Antiguo Testamento no hubiera, en muchos sentidos, perlas de sabiduría contrapuestas las unas a las otras, con lo cual lo que Dios condena o no depende de la selección o interpretación que se haga de los textos. Julia expuso un ejemplo al respecto: En el Éxodo, y también en el Levítico y en otras partes, se dice que no hay que hacerse ninguna imagen, bajo pena de maldición. Esa regla nos impediría ahora mismo ver incluso la tele. Sin embargo, en otra parte del mismo Éxodo, Dios manda, por el contrario, construir una imagen sagrada. 

Siguió Julia explicando que a la prohibición expresa sobre el tatuaje también se une una idea cristiana que defiende que si Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza, es pecaminoso que el hombre trate de alterar su imagen. Aunque luego, los cruzados, los más cristianos del mundo, se tatuaban crucifijos para distinguirse de los enemigos y asegurar que los enterrasen según sus creencias, y Julia no creía que se considerasen en pecado por eso. Nuestra amiga concluyó al respecto que el Dios bíblico es antropomórfico, más concebido a imagen y semejanza del hombre, con todas sus contradicciones, grandezas y miserias, que al revés, y que algunos de sus preceptos y prohibiciones tenían sentido quizá en el contexto en que se promulgaron, pero no en la actualidad. Para ella, en cambio, Dios es Amor y no nos juzga ni condena por nada, y declaró que cuando estemos ante Él, al “comprender”, será cuando el propio hombre se juzgue a sí mismo en su corazón y conciencia y no por cosas como los tatuajes, precisamente.

Continuó Julia diciendo que sus comentarios anteriores tenían como motivo despertar a Fernando y a mí sobre nuestra realidad como herederos de esa tradición cristiana y posteriormente burguesa, lo cual determina que tengamos serios prejuicios frente a los tatuajes, inexistentes de haber nacido en una sociedad en que se aceptasen como algo habitual y normal, como en la Polinesia, por ejemplo. Asimismo afirmó que somos hijos de otra larga tradición, relacionada con la anterior, que distingue entre la mente y el cuerpo como dos ámbitos distintos y separados: la mente como templo de la razón y el espíritu, de todo aquello que nos acerca a la sabiduría y a Dios; el cuerpo como sede de los instintos y las bajas pasiones, campo de acción de las fuerzas del mal y del pecado. Aventuró que Fernando, a pesar de saber perfectamente que las personas somos un todo indivisible, desprecia el tatuaje como posible asidero emocional precisamente por estar condicionado, sin darse mucha cuenta, por esa dicotomía, gracias a la cual la mezcla entre ambas esferas no está bien vista. Como consecuencia se tiende a juzgar que los desarreglos mentales deben tratarse mentalmente, mientras el plano físico debe permanecer en su puesto para no contaminar, a no ser para ser castigado. Metafóricamente sería algo así como “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Aunque Julia pensaba, en cambio, que es actuando directamente sobre el cuerpo como la mayoría de las veces se curan las dolencias del alma.

Supuso Julia, igualmente que esa misma diferenciación entre alma y cuerpo es la que me llevó a mí a afirmar que la plasmación en la piel de nuestro mundo interior o de nuestras preferencias resulta obscena, mientras que no muestro ningún reparo en la comunicación verbal de las mismas. Y eso ocurre, según sospecha ella, por entender que la boca, el aliento y con ellos la palabra, a semejanza del Verbo Divino, son los dignos mensajeros del espíritu, misión para la que el resto del cuerpo se muestra impropio. Arguyó, asimismo, que quizá también ha influido en mi estimación la breve existencia de las palabras, a las que fácilmente se lleva el viento en cuanto se pronuncian, con lo cual seguramente las considero menos exhibicionistas en relación con lo íntimo y más acordes con la filosofía de lo fugaz.

Nuestra amiga expresó a continuación que, en cuanto al tema de la moda, todos la seguimos de una forma u otra, porque somos productos y esclavos, en buena medida, del tiempo que nos ha tocado vivir y eso tampoco implica ninguna desgracia como para lamentarse ni echarse las manos a la cabeza. Observó que, por esa circunstancia, ni yo visto como María Antonieta, ni Fernando va con el pelo largo, patillas y pantalones campana como en los sesenta. Manifestó que si el tatuaje ha florecido como una moda es porque se ha sembrado anteriormente de alguna manera para que empiece a normalizarse y a considerarse como un modo de expresión más de la personalidad del que lo usa, sin atender necesariamente a su valor artístico o de denuncia y rebeldía, ni centrarlo únicamente en esos aspectos, como hago yo.

No estaba de acuerdo con Fernando en que sea una práctica llevada a cabo sólo por adolescentes ni en que todos se arrepientan de mayores. Defendió más bien que se ha generalizado a todos las edades y que la mayoría luce sus tatuajes con satisfacción toda la vida, si bien reconoció que los adultos son aún algo reacios porque tienen más prejuicios, aunque se están abriendo. Rebatió también la idea de Fernando de que la expresión del tatuaje en los grupos de jóvenes o subculturas se limite a ser una necedad repetida sólo por imitación, ya que no hay que perder de vista su valor simbólico y el lazo de íntima comunión, contacto y reconocimiento que produce entre los miembros del grupo, en relación con otras “tribus”. Para Julia, el valor de la amistad entre los más jóvenes es quizá el más importante con el que cuentan, el que está en la cúspide de la pirámide de sus prioridades, de tal forma que si una persona no ha cuajado amistades al llegar a los treinta años, es muy probable que nunca logre conseguirlas. Aseveró, y así dijo que pensaban muchos también, que a partir de una cierta edad la amistad se degrada a un plano muy secundario y entonces toman el relevo otros intereses como el trabajo, la formación de una familia, etc. Por eso en la juventud, la edad de oro de la amistad, son tan importantes elementos como la ropa o los tatuajes, aglutinantes y distintivos de grupo entre los que son más íntimos. Comentó Julia que el hecho de que nosotros tres no hayamos formado un grupo de esas características, no significa que no seamos gregarios. A nuestra forma también lo somos, porque también contamos con nuestra propia camarilla íntima y necesitamos de ella. Y si no, por descontado, como todos, de una forma o de otra, del derecho o del revés, al menos somos seres sociales.

En el tema de la relación de los tatuajes con el arte, Julia sólo manifestó que el cuerpo es un instrumento, un soporte, un lienzo y que depende de la habilidad del artista el que se convierta o no en una obra de arte. El hecho de que el tatuaje se haya generalizado y convertido en una moda, no invalida para ella sus posibilidades artísticas, tantas como la imaginación de los artistas de esa modalidad pueda soñar, del mismo modo que tampoco desdice un buen poema el que haya muchos que compongan ripios.

Julia reconoció los posibles efectos negativos de los tatuajes para la piel, aunque defendió que son irrisorios en comparación con los que causa el sol en las playas todos los veranos, a cuya exposición se someten Fernando y una gran masa de personas sin ningún cuidado. Garantizó que siguiendo unas pautas higiénicas e hidratándose bien la piel no presentan ningún problema, ni conoce a nadie que los lleve que le hayan producido algún contratiempo en ese sentido. No obstante, era perfectamente consciente del riesgo que corría al herirse la piel y lo aceptaba de buen grado. Defendió la profesionalidad de los tatuadores actuales, gracias a la generalización de su actividad, contándonos que tienen todos los materiales perfectamente esterilizados con autoclave, que las agujas que usan son desechables y que ofrecen consejos escritos sobre cómo cuidar la piel lacerada.


Por último, Julia confesó que para ella el tatuaje es un medio de expresión personal atractivo, con el que se siente identificada. En cambio dijo que nunca nos animaría a nosotros a hacernos ninguno porque no casa con nuestros estilos y además respeta nuestro punto de vista negativo al respecto. En correspondencia, ella nos pidió, en la medida de lo posible, que no volviéramos a burlarnos o a ridiculizar a quien opte por ellos, sea como sea y se marque lo que se marque. Definió el tatuaje en su caso como resultado de un acto de fe. Consciente de la caducidad de todo lo creado, tal como yo había declarado, ella quiere creer que parte de lo que ama, porque es imposible tatuárselo todo, permanecerá de alguna manera para siempre o mientras viva, no sólo en su corazón, en el que espera también una fidelidad eterna a todos sus afectos, sino igualmente en su piel. Y si todo cambia con el tiempo, que no lo cree, mirará aquello que un día fue con mucha ternura y sin arrepentimientos o, al menos, eso siente ahora también.


By me

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